¿Una historia de coches en la ciudad de las bicicletas? ¿En una ciudad principalmente comunicada por canales? ¿Acaso es una broma? Afortunadamente, no. No es ninguna broma. Y en cuanto a la crueldad, solo hay una forma de averiguarlo...

Las bicicletas dominan las calles por la sencilla razón de que, sobre dos ruedas, es posible circular cómodamente por las calles más estrechas, mientras que un coche se desplazaría a una velocidad de tortuga y se quedaría atascado en una ciudad que se enorgullece de dejar a un lado los coches.

No obstante, siempre me han gustado los desafíos y, si me pongo al volante de un coche deportivo compacto de dos plazas, puedo ser la envidia de esos locos del ejercicio enfundados en sus zapatillas, mientras permanezco cómodo y resguardado por si comienza a llover.

El obstáculo de Oosteliijke

Mi primer encuentro con los habitantes montados sobre dos ruedas se produce mientras descargo las maletas delante de mi hotel, el Lloyd, en la zona de moda de los muelles del este. Tardo tan solo unos minutos en ser consciente de que me he convertido en una rotonda móvil, provocando un alto temporal en el carril para bicicletas. La calle del hotel es una recta de casi un kilómetro, así que resulta un misterio que no me hayan visto. Sin embargo, me doy cuenta rápidamente de que, quienes sean lo suficientemente ingenuos como para invadir el carril bici, serán víctimas de ciertos apelativos conocidos en todo el mundo...

Anochece aquí en Oostelijke Handelskade, la isla de 2 km de longitud en la que se ubica mi hotel. Arranco el motor y me dirijo al centro de la ciudad. Paso por delante de unos viejos almacenes, la mayoría de ellos construidos a finales del siglo XIX y bautizados con el nombre de los países hacia los que navegaban los buques y barcos de vapor. Pero estos almacenes están desapareciendo lentamente para dar paso a edificaciones ultramodernas, como el impresionante auditorio Muziekgebouw, una increíble fusión de cristal y hormigón. Me detengo en el arcén para verlo todo mejor.

En la distancia, diviso Nemo, el museo de la ciencia de Renzo Piano, con forma de barco, que se erige majestuoso sobre este paisaje urbano prácticamente llano. Pero hay muchas cosas más que ver, de modo que continúo avanzando por las calles, junto a ciclistas y tranvías, bajo una brillante luna llena. Muchos residentes escapan de Ámsterdam los fines de semana, como los flujos y reflujos de las mareas.

Noche estrellada

Continúo hacia Prinsengracht, en donde se encuentra la casa de Anna Frank, a la que hicieron una magnífica ampliación 1999. Aquí, a las 4 de la mañana, las ondas dejadas por un cisne desdibujan su reflejo en el agua. Es una escena increíblemente plácida. Por contraste, el cercano barrio de Jordaan es la meca de los cafés, las galerías y estudios de arte e, incluso a esta hora, se ve a sus habitantes entrar y salir de sus casas. Mientras el resto de los residentes de la ciudad continúan durmiendo, me dirijo a otra zona artística, el barrio de la moda y de los museos, en donde está el museo de Van Gogh, ubicado en el centro del parque, junto a Paulus Potterstraat.

Al amanecer una brizna de luz me ilumina, como una pincelada violácea que rasga el negro azabache de la noche. Al calor del interior del coche y rodando por las calles adoquinadas que rodean el Rijksmuseum, el lugar resulta muy acogedor, pese al traqueteo del pavimento. Me alejo de aquí y enfilo Stadhouderskade, que repentinamente se abarrota de transeúntes en bicicleta, tranvías y autobuses. Cruzando el canal de Binnenamstel, con esos puentes que Van Gogh hizo famosos, me siento como si me hubiera adentrado en uno de los lienzos del artista.

Los comercios comienzan a abrir, retiran los carteles de cerrado y Ámsterdam se despereza bajo el sol de la mañana.  Es hora de desayunar y, lamentablemente, emprender el viaje de vuelta a casa. Me gustan Ámsterdam y su gente. Hay muchas formas de ver la ciudad, pero, sin duda, la mejor es de noche y en un coche que aporte calidez y comodidad.

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