Una experiencia sensorial
En los claros del bosque se veían de vez en cuando posadas y hoteles, y las sirvientas que limpiaban los balcones ataviadas con sus vestidos tradicionales ‘dirndl’ interrumpían su trabajo para saludarme al pasar. Y entonces, poco a poco, la carretera comenzó a transformarse en una sinfonía de seductoras curvas.
Sorteé cada una de ellas con un intenso olor a pino en las fosas nasales, la moto vibrando bajo mis piernas, el rugido del motor penetrando en mis oídos, los ojos fijos en las desdibujadas esquinas, y todos mis sentidos abrumados mientras apuraba la mañana.
Excepto en muchas de las curvas, no había ningún punto desdibujado: dado que había una amplia visibilidad alrededor de ellas, todo lo que debías hacer era mantenerte centrado en el vértice mientras abrías el acelerador y entrabas en la siguiente recta con una sonrisa en la cara tan ancha como el Rhin. Aun así la carretera jugó conmigo con varias curvas cerradas para mantenerme alerta y se abria luego de repente para revelar granjas y praderas cientos de metros más abajo y, en la distancia, montañas que parecían desplomarse hacia el horizonte.
Ahora circulaba ya mucho más rápido, e incluso una vez adelanté a otro motociclista. Puede que se tratara tan solo de un jubilado en una Vespa, pero por algo se tiene que empezar. Fue el final de un día de moto perfecto.