Lo confieso: soy el motociclista más lento del universo. Y habiendo recorrido en moto casi todos los rincones del mundo, puedo afirmarlo con absoluta certeza.  Sin embargo, dicen que es de sabios aceptarse a sí mismo, y yo hace tiempo que dejé de preocuparme por ello.

Hasta que, no sé muy bien por qué, accedí a recorrer la B500 en Baden-Baden. La revista de motociclismo la describía como la carretera más disparatada de Europa, el lugar donde los moteros alemanes van cuando ya se han aburrido de Nürburgring.

Tres motos circulando por una carretera de montaña bordeada de árboles

Dover al amanecer

Mi destino era, una vez más, hacer el ridículo... o eso al menos pensaba mientras embarcaba en el ferry que me llevaría de Dover a Calais a primera hora de la mañana. Aun así, disfruté de la hermosa sensación de libertad sin límites que uno siente cuando emprende una aventura en moto, dirigiéndome al este por praderas teñidas de amarillo y verde con el cielo azul sobre mi cabeza y la carretera hacia el horizonte tentándome a continuar la marcha.

Por la tarde, me encontraba ya renqueando por las viejas calles de Baden-Baden, la pequeña ciudad balneario enclavada en las colinas arboladas del sur de Alemania. Poco después, me senté a disfrutar de un festín en el acogedor Gasthaus Auerhahn, regado por varias jarras de cerveza servidas por una camarera ataviada con el vestido tradicional. Lo cierto es que las cosas no podían ir mejor.

Tres motocicletas circulando por una carretera de montaña

Dormí como un niño bajo un edredón de plumas, y aparté las cortinas para contemplar la mejor vista imaginable para un motociclista: el cielo azul y la máquina aparcada en el exterior bajo los árboles, con el sol de la mañana derritiendo lentamente el rocío del depósito.

Y lo que es aún mejor: la carretera estaba a tan solo 4,5 metros, ya que el Auerhahn está situado justo al inicio de los casi 60 km de la B500, que asciende hacia el sur durante todo el trayecto hasta la ciudad mercantil de Freudenstadt.

Al principio, te resulta molesto girar una y otra vez a través del bosque por una serie de curvas cerradas de las que sales para toparte con el calor del sol antes de sumergirte de golpe en el frío de la sombra. Vienen a mi mente las palabras de Robert Pirsig en ‘Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta’: en un coche, estás separado del entorno, pero en una moto, formas parte de él.

Moto circulando por la curva de una vía

Una experiencia sensorial

En los claros del bosque se veían de vez en cuando posadas y hoteles, y las sirvientas que limpiaban los balcones ataviadas con sus vestidos tradicionales ‘dirndl’ interrumpían su trabajo para saludarme al pasar. Y entonces, poco a poco, la carretera comenzó a transformarse en una sinfonía de seductoras curvas.

Sorteé cada una de ellas con un intenso olor a pino en las fosas nasales, la moto vibrando bajo mis piernas, el rugido del motor penetrando en mis oídos, los ojos fijos en las desdibujadas esquinas, y todos mis sentidos abrumados mientras apuraba la mañana.

Excepto en muchas de las curvas, no había ningún punto desdibujado: dado que había una amplia visibilidad alrededor de ellas, todo lo que debías hacer era mantenerte centrado en el vértice mientras abrías el acelerador y entrabas en la siguiente recta con una sonrisa en la cara tan ancha como el Rhin. Aun así la carretera jugó conmigo con varias curvas cerradas para mantenerme alerta y se abria luego de repente para revelar granjas y praderas cientos de metros más abajo y, en la distancia, montañas que parecían desplomarse hacia el horizonte.

Ahora circulaba ya mucho más rápido, e incluso una vez adelanté a otro motociclista. Puede que se tratara tan solo de un jubilado en una Vespa, pero por algo se tiene que empezar. Fue el final de un día de moto perfecto.

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